Bajo el hermoso cerezo en flor, bañada por los suaves pétalos mecidos por la brisa de primavera, una dama descansa con sus ojos cerrados y el rostro inexpresivo alzado al cielo grisaceo. Podría ser la más hermosa de las doncellas, de mediana estatura y delgada, frágil como una muñeca, con su piel pálida como las primeras nieves de invierno y el largo y ondulado cabello castaño esparcido suavemente como un abanico sobre la hierba, aún húmeda con el rocío de la mañana. Sus largas y oscuras pestañas permanecen inmóviles y apenas es perceptible el leve movimiento de su pecho.
El amanecer irrumpe en el pequeño claro y baña de lleno su atractiva figura, hermosa en el delicado vestido blanco de corte medieval. Si alguien la viera podría enamorarse en un instante de su belleza. Pero nadie puede verla, porque los espíritus no están hechos para ser percibidos por los ojos mortales y tendrá que seguir su solitaria existencia en el más absoluto de los silencios. Pero no hoy.
El viento arrastra el lejano sonido del mar, las olas al morir contra la arena, pero no hay ningún mar cerca. Con el suave ruido de las olas hace un caballero su misteriosa aparición. ¿O tal vez es él quien trae consigo el canto del océano? De la nada sus pies se posan sobre la tierra. Es hermoso y misterioso como una aparición. Alto y esbelto, el largo y sedoso cabello oscuro le cae suavemente sobre los hombros de la camisa blanca en contraste con la palidez innata de su piel. Sus rasgos son nobles: pómulos altos, nariz recta y finas cejas del color de la medianoche coronando unos alargados ojos grises como un cielo tormentoso.
El hombre observa en mesmerizado silencio a la doncella durmiente bajo el cerezo y sonríe.
-No has cambiado nada, Anais- murmura absorto arrodillándose junto a ella- tan pura, inocente y descuidada como siempre.
Extiende la mano y suavemente, despacio, acaricia su sonrosada mejilla. Como si se hubiera roto un conjuro Anais abre los ojos y lo mira directamente con esa dulce y profunda mirada castaña que parece embeber su entorno. Se deja arrastrar por el torbellino de emociones reflejadas en aquellos ojos: tristeza, felicidad, soledad, paz y sobretodo amor, un increíble amor que no ha perdido su esplendor con el paso de los siglos.
-Ellegard-susurra la mujer y de pronto, como si despertara de un largo sueño se yergue apoyando su espalda contra el cerezo- ¿Cuánto hace que has llegado?
Ellegard acaricia su cabello y enreda cariñosamente los dedos en los oscuros tirabuzones.
-Tranquila, acabo de llegar-responde con suavidad atrayéndola hacia sí- aunque me hubiera gustado contemplar por más tiempo tu hermoso rostro.
-No bromees con eso-interrumpe ella alarmada- quiero aprovechar el poco tiempo que tenemos para estar juntos
-En ese caso-Ellegard se inclina sobre ella y toma su delicado rostro entre sus manos- No perdamos tiempo.
Sus labios se posan sobre los de ella, al principio con suavidad y dulzura hasta que los sentimientos comienzan a aflorar apasionados y el beso se torna más profundo, más agresivo y confuso. Caen abrazados sobre la hierba húmeda con sus dedos entrelazados. Hubieran estado respirando fuerte si estuvieran vivos, pero la muerte te quita incluso ese privilegio, incluso el de oír el sonido desbocado de tu corazón enamorado.
Ambos saben que tan solo tienen un día, 24 horas para ellos y tan solo ellos. Es demasiado poco para contar las largas historias de un siglo, para expresar las emociones desbordantes que habían permanecido selladas en sus corazones solitarios, para empezar a compartir y a volver a comprenderse... tan solo les queda amarse desesperadamente hasta que el alba interrumpa el hechizo, la maldición de los amantes y aprovechar cada minuto como el último que es.
El amanecer interrumpe su encuentro cien años demasiado pronto para los enamorados que apenas han empezado a reencontrarse en brazos del otro, en los besos, las palabras, los suspiros...pero nunca las promesas. Ellegard alza la vista al sol que despierta, con tristeza infinita acuarelada en sus ojos grises.
-Es la hora-dice innecesariamente, las palabras que ambos saben pero no desean oír.
-Debes irte- corrobora Anais con voz que trata desesperadamente de ser inexpresiva.
El lejano sonido de las olas regresa arrastrado con el viento mientras Ellegar se inclina una última vez para posar un beso en sus labios con ternura. Tiene el sabor amargo de la despedida.
-Volveré-susurra mientras el rugido del mar lo envuelve y su cuerpo comienza a fundirse en el amanecer. No es una promesa sino un hecho.
-Te estaré esperando- responde Anais como siempre, alargando la mano hacia la figura que se desvanece envuelta en la caricia de las flores del cerezo-Qué son cien años más de espera para quien ya ha vagado durante siglos por estas tierras.
Su mano cae inerte sobre su regazo mirando con ojos vacíos el lugar donde Ellegard ha desaparecido hace apenas un instante.
-Que son cien años de soledad por poder estar unas horas contigo-repite doblándose sobre si misma.
Su mano temblorosa se aprieta con fuerza contra su pecho y contiene un sollozo mientras empieza a temblar y siente la calidez de las primeras lágrimas bañar sus rostro.
-Que son cien años más...-solloza. Las palabras parecen dejar de tener sentido- ¿Pero entonces porque duele tanto?
Se deja caer al suelo vencida y deja que el viento y los pétalos rosados la mezan en su llanto.
Cien años de soledad y un solo día con tu ser amado es una dulce maldición para los enamorados.