Es una cálida tarde de comienzos de verano, una temperatura agradable envuelve a los enamorados, pareja plácidamente tumbada sobre la suave hierba del parque, bajo el sol, el cielo azul y las blancas nubes que vuelan como el tiempo y los sueños. La fragante brisa arrastra el aroma de las flores y la tierra seca y acaricia juguetona la piel desnuda de sus brazos entrelazados.
Entre ellos se acomoda el silencio, acostumbrado y relajado, pues no necesitan compartir palabras para pasar las horas juntos como enamorados. Han aprendido a disfrutar el sencillo placer de su mutua compañía, a hacer de un breve momento un paraíso perenne del recuerdo. Saben que el cielo se encuentra en aquellos instantes de paz, de simple felicidad.
Ella se despereza lentamente bajo el sol, como un gato que ha pasado un tarde perezosa durmiendo sobre el tejado, y poco a poco la realidad vuelve a despertar sus sentidos. Como siempre cuando su alma se inquieta y siente aquella mano grande suavemente entrelazada con la suya, siente ese breve momento de nostalgia, como si viviera un sueño y le inquietara despertar.
Con cuidado se gira, se levanta despacio y apoya la cabeza sobre la palma de su mano. Observa en silencio a su compañero, recorre con sus pupilas su rostro relajado, imagina sus ojos oscuros tras los párpados cerrados, dibuja una sonrisa ficticia en sus labios inmóviles y como cada vez poco a poco siente la irrealidad de un largo sueño calar sobre ella. Quiere tocarlo, asegurarse de sigue allí y de que no es una ilusión fruto de su mente solitaria; pero tiene miedo a despertarlo y que se esfume como un dulce recuerdo. Por un momento sueña que es la suave brisa que juega con sus cabellos o el aire que besa ligero la piel de sus labios, podría ser la hierba verde que cosquillea sus sentidos o el suave murmullo de una fuente cercana que lo arrulla en sus sueños. Suspira. Un suspiro largo y silencioso lleno de deseos.
Como si presintiera su mirada, o tal vez porque siente la frescura de su sombra agazaparse sobre él, el hombre abre lentamente los ojos y la mira. Sus miradas se encuentran y se entrelazan, se funden, se abrazan, como viejas conocidas. Él la recorre con la vista un instante, como para asegurarse de que no ha olvidado ninguno de sus pequeños detalles, y después satisfecho con el boceto de su memoria vuelve a buscar sus ojos y aguarda en silencio. Sin palabras sabe que ella va a hablar.
-¿Por qué me quieres?- inquiere ella, una pregunta llena de todos sus miedos e inseguridades, los más profundos secretos de un corazón enamorado que teme perder el amor.
Una sonrisa baila en sus labios un instante. No necesita pensar, rumiar la idea, la respuesta es un conocimiento innato en él, simple y real.
-Te quiero porque te quiero.
Una respuesta sencilla, sin necesidad de adjetivos, sin que la tiñan las dudas ni las preocupaciones vanas. Tan solo unas palabras claras que no parecen decir nada pero lo encierran todo. "Te quiero porque te quiero"
Una frase tan simple basta para disipar todos los temores infundados de ese inquieto corazón enamorado. El amor más puro y cómodo, sin complejidades. Ella sonríe satisfecha y él siente que su alma se aligera cuando su mirada se aclara. Se inclinan el uno hacia el otro casi al unísono, empujados por el resorte de la familiaridad y sus labios se encuentran a medio camino y se funden.
Entre ellos se vuelve a instaurar el silencio pero ellos no lo escuchan.
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