Las noches del Siglo XXI se habían convertido en el paraíso del depredador nocturno. Antes había que acechar en las sombras a la espera de que alguna víctima despistada cayera en sus garras, huyendo de la inquisición y los cuentos de brujas... Hoy bastaba con acercarse a cualquier bar pasada la medianoche y sin ni siquiera un pestañeo, un ejército de chicas medio desnudas estaban dispuestas a morir en sus brazos. Lo de morir para ellas no era literario por supuesto pero cuando te lanzas a los brazos de un atractivo e implacable asesino puede que el desenlace no fuera el esperado. Aunque eso, por supuesto, aquellas mujeres no lo sabían.
Sí, alimentarse se había vuelto tan fácil como un juego de niños. Cualquier pub la madrugada de un fin de semana era un buffet libre de suculenta mercancía. Las mujeres cada vez llevaban menos ropa y eran a cada cual más bonita. Incluso las más normalitas habían aprendido a aplicar la magia del maquillaje para transformarse en falsas bellezas. Y se habían vuelto atrevidas, lo asaltaban con halagos y movimientos de pestañas, trataban de seducirlo con contoneos de caderas y medias sonrisas. Trataban de seducirlo a él, el rey de la seducción, sin ser conscientes de que eran ellas las que habían caído presas de sus mortales encantos. La idea bastaba para hacerle reír con amargura.
Pero algo fundamental se había perdido con aquellas mujeres prefabricadas que se echaban a sus brazos, todas oliendo al mismo perfume y alcohol barato. Aquella facilidad con que sus labios podían llegar al cuello de cualquiera de ellas, como sin miedo, sin preguntas se fundían en su brazo... todas cuantas quisiera sin necesidad de mover un dedo...con solo sentarse en la barra y esperar a que se percataran de su presencia hasta que todo ojo estuviera clavado en él. Algo se había perdido, algo que su instituto depredador echaba en falta, algo que agonizaba dormido en la profundidad de su subconsciente. La caza. El miedo en los ojos de la víctima, el subidón de adrenalina de la persecución, la sensación de victoria al atraparla, el poder al retenerla en sus brazos mientras ella intentaba zafarse... y el éxtasis de hundir los colmillos en la tersa piel de su garganta y desnudar todos sus secretos trago a trago. Sí, se había perdido la emoción de la caza.
Aburrido Nero removió el martini de su copa con parsimonia y echó un vistazo al cuartucho ahumado que se hacía llamar discoteca. Sus ojos se deslizaron sobre las curvas de las mujeres que se bamboleaban sobre la pista de baile, bajando por su escote o subiendo por los muslos, se insinuaban a los hombres con contoneos y bailes, pero su torpeza le resultaba poco insinuante. Y su ropa... Dio un pequeño sorbo al licor y dejó escapar un pequeño suspiro. Ah, dejaba tan poco a la imaginación. No le resultaban en absoluto apetecibles. Ninguna de ellas.
Y eso que varias eran atractivas pero hoy casi cualquier mujer sabía serlo, casi como si el atractivo se fabricara en masa... la que no era hermosa era guapa, la que no era guapa bonita, la que no era bonita al menos no era fea o cuanto menos atractiva. Y cualquiera de ellas terminaría en su abrazo con el mínimo esfuerzo de una mirada. Pero ninguna le resultaba apetecible, ninguna despertaba su deseo.
Sus ojos lentamente se giraron escaneando la sala por fuerza de la costumbre. Había una mujer sentada junto a él en la barra, o habría que decir una muchacha, Nero no creía que hubiera alcanzado la mayoría de edad aunque últimamente calcular la edad humana le resultaba complicado. La había sentido llegar y sentarse hacía aproximadamente una hora pero no le había prestado atención, era el tipo de persona que no la llamaba. Pero al volverse hacia ella sus miradas se encontraron y en un instante fue capaz de captarlo todo, cada nimio detalle de su aspecto.
Un rostro ovalado, pálido, carente de maquillaje; ni rimmel, ni sombra de ojos, ni tan siquiera pintalabios. El cabello castaño largo y revoltoso cayendo en una maraña de ondas sobre los hombros de su cazadora rosa. Las curvas voluptuosas y femeninas que ocultaba bajo una holgada camiseta de algodón blanco y unos vaqueros en contraste con su cintura estrecha. Pero sobretodo sis ojos, unos inmensos ojos de chocolate que parecían ocupar toda su cara, unos ojos ribeteados de largas y espesas pestañas aún sin maquillaje, unos ojos jóvenes e inocentes que se abrieron de par en par sorprendidos cuando se encontraron con los suyos. Los ojos de una gacela, de un cervatillo asustado... los ojos de una presa al reconocer el peligro. Y como un ramalazo el instinto de caza despertó en lo más profundo de su corazón, un instinto anciano y primitivo. La llamada de la caza.
La chica se puso precipitadamente en pie, casi tumbó el taburete. La coca-cola aún a medio beber tembló delicadamente en su vaso. Sintió su miedo, un terror tan primitivo como su instinto y el deseo de poseerla cegó todos sus sentidos. Siguió el movimiento desesperado de sus ojos mientras recorrían la sala en busca de ayuda. Acarició con la mirada los jugosos labios de ella cuando se abrieron en busca de una bocanada de aire y aspiró el aroma de su miedo. Escuchó el sonido de sus rápidos pasos mientras se dirigía hacia la puerta y siguió el contorno de su espalda cuando desapareció en el exterior.
Ah, así que aún quedaban criaturas con aquel instinto primitivo de supervivencia. Aún había quién podía sentir el temor irracional de la muerte que emana de su presencia. Aún quedaban presas sobre la faz de la Tierra.
Despacio, muy despacio, se puso en pie y se acercó al taburete donde había estado sentada ella. Tan cerca y ni siquiera le había prestado atención... sintió el éxtasis que precedía a la caza abrirse paso por sus venas. Sobre la barra el vaso de coca-cola a medio beber, podía adivinar la marca de sus labios allí donde habían besado el cristal. Lo tomó con delicadeza y se lo acercó brevemente a la nariz. Aspiró largo y tendido. Allí estaba, el aroma de ella, tenue y apenas perceptible entre la polución del recinto y el olor de la bebida, pero vivo e inconfundible. Apenas olía a perfume, uno afrutado y refrescante. Su champú era de chocolate y el bodymilk de avena y miel. Se mezclaban casi como una tarta, una deliciosa tarta que deseaba saborear, desmenuzar bocado a bocado cada uno de sus sabores. Bajo la capa de perfume y artificialidad descansaban otros olores, los propios de la humanidad, un poco de sudor y aliento, esa mínima capa que acompañaba a toda criatura viva ya que ninguno podía borrar el olor de la vida. Y con ello pudo adivinar el aroma a rosas de su jardín, los arbustos que adornaban su camino cada día de regreso a casa, las enredaderas que trepaban por su cornisa... y bajo todo aquello el olor del mar, se adhería a su piel como sal, como si fuera parte de ella. Una mujer que olía a mar.
Nero cerró los ojos y comenzó a contar. Cinco minutos de ventaja-se dijo- le daría cinco minutos de ventaja para hacer el juego más divertido. La dejaría escapar para después atraparla.
Los segundos se encadenaron eternos uno tras otros tejiendo minutos. 25 segundos, 45 segundos, un minuto, dos minutos y... ¡cinco! Abrió los ojos de par en par y centró su atención en la salida. ¡La caza había comenzado!
No fue difícil seguirle el rastro. Su aroma era inconfundible y aunque frágil entre centenares de otros olores más fuertes jugueteaba en las fosas de su nariz como si lo retara a seguirlo. La muchacha ni siquiera corría, pero bien en estos tiempos era casi un milagro que se hubiera sentido amenazada al mirarlo. El hecho de que hubiera echado a correr, el hecho de que hubiera olido su miedo... habían bastado para despertar su instinto. La anticipación de la caza, una emoción que creía perdida pero que ahora palpitaba con fuerza en su interior como una fiera salvaje. Pobre desdichada-pensó- si su instinto no hubiera despertado para intentar salvarla probablemente jamás se hubiera fijado en ella. Pero lo había percibido, al mortal depredador que yacía en su interior y lo había hecho removerse furioso.
Se detuvo en la puerta y siguió sus pasos guiado por el tenue hilo de su aroma. Había girado a la derecha y apresurado para salir de la calle transitada. Había desembocado en un callejón oscuro y abandonado. Mala elección para una chica sola de madrugada, invitaba al peligro a correr bajo sus faldas. Pero probablemente ella no se sentía amenazada en las tranquilas calles de su pequeña ciudad. Después de todo ella había comprendido con una sola mirada que lo más terrorífico de su pacífico hogar era él. Y había tenido razón.
La esencia giraba. La joven había vuelto sobre sus pasos y se había desviado hacia... ¡el mar! A medida que se acercaba el olor salado parecía abrazarla, podía escuchar el bramido de las olas al romper contra el malecón del Paseo Marítimo, casi podía sentir el agua salpicar su cara con suavidad. Y entonces las callejuelas de la ciudad vieja se abrieron y dieron paso a un largo paseo, al otro lado se expandía la infinidad del océano y asomada a la barandilla la joven le daba la espalda con la vista perdida en algún punto del infinito.
Había dejado de huir. Probablemente la racionalidad había vencido la batalla al instinto y ahora se veía relajada mientras la brisa marina mecía suavemente su cabello y dejaba acariciar por el rocío del mar. Se tomó un instante para volver a analizarla. De mediana estatura y delgada, su primera impresión no había sido equivocada, era una mujer que no llamaba la atención pero probablemente porque no deseaba llamarla. Nadie hubiera dicho que era una belleza pero vista de perfil nadie podía decir tampoco que no fuera bonita a su manera. Con la nariz un poco demasiado larga salpicada de pecas, una diminuta marca blanca sobre la frente allí donde una vez había habido una cicatriz, la melena despeinada al viento y la misteriosa profundidad de su mirada perdida en ninguna parte... cada pequeño detalle era parte de su totalidad, de su individualidad.
Con la lentitud de un depredador acechante y paso felino se acercó a ella por la espalda. Sin que lo escuchara ni fuera siquiera consciente de su presencia. No lo oyó llegar, no lo sintió acercarse hasta que lo tuvo a su altura y fuera demasiado tarde.
Entonces lo sintió. Primero el vello de la espalda de ella erizarse, después el pequeño jadeó de sus labios al dejar escapar el aire y por último el terror y la sorpresa que reflejaron sus ojos al girarse y encontrarse frente a frente con él.
No la dejó actuar. No la dejó pensar. Ni siquiera la dejó abrir los labios y pronunciar sonido alguno aunque probablemente no hubiera sido capaz pronunciarlo. Sintiendo la adrenalina abrirse paso acelerada por su sangre su abalanzó sobre ella. Lo último que vio antes de hundir los colmillos en la fragante y tersa piel de su cuello fueron sus ojos. Ojos inmensos, inocentes y aterrorizados... los ojos de una gacela. Después la sed roja cegó el último atisbo de su cordura y la retuvo sin dificultad entre sus brazos mientras ella desesperada trataba de zafarse. La apretó contra su pecho y sus manos se cerraron en torno a su cintura, sintió el aleteo desesperado de su corazón contra el suyo frío y silencioso que hacía mucho había dejado de latir. E inclinándose sobre ella aspiró su aroma al tiempo que sus colmillos rasgaban su carne y la primera gota de sangre, cálida y salada, rozaba sus labios como néctar de fruto prohibido. El cuerpo de la muchacha quedó inmóvil en sus abrazo, inerte y vencido, y sabiéndose victorioso Nero entreabrió los labios y dejó que el éxtasis rojo llenara su boca a borbotones y nublara sus sentidos.
Y entonces, entre los millones de fragmentos de recuerdos desperdigados y pensamientos confusos que le mostraba la sangre uno se abrió paso alto y claro en su mente, como un grito, como una cuchillada, como una acusación. Una sola palabra.
"¡VAMPIRO!"