Llegué al Club de los Corazones Rotos sin pretenderlo una no tan lejana noche de invierno, con el corazón roto en una mano y la lluvia lamiendo mis lágrimas. Y entonces escuché la quejumbrosa melodía de un piano viejo que parecía llamar a la puerta de mi corazón y olí ese reconocible aroma de la soledad, la tristeza y el despecho. Puede que solo fuera casualidad, pero a mi me gusta pensar en el destino, una fuerza invisible y misteriosa que nos unió a los corazones rotos en su seno, a los amantes perdidos, y nos acogió sin preguntas en su reconfortante silencio.
Pero para que comprendáis mi historia, cómo y qué me trajo hasta aquella puerta lacada en rojo un triste 24 de Diciembre, he de comenzar mi relato desde el principio. Desde antes de que entrara en juego el destino, desde cuando aún tenía un corazón completo que latía con esa inamovible fuerza que llamamos amor.
Llegué a la gran ciudad cuando no tenía más que 18 años. No era más que una niña ingenua llena de sueños que dejaba atrás una parte de mi vida y creía con ciega inocencia que lo que había por venir no podía ser sino mejor. Para una joven tímida e introvertida proveniente de una pequeña localidad portuaria, la capital era el epitomo de la tecnología, un mar nuevo en el que aún había de aprender a nadar. Me fascinaban los rascacielos, las galerías y las luces que nunca se apagaban, me mesmerizaba aquella ciudad que nunca dormía; pero también me asustaba. Sobretodo me asustaba la gente, esas conglomeraciones de personas desconocidas corriendo de un lado a otro sin prestarte más atención que una simple mirada de soslayo.
Ni que decir tiene que me costó adaptarme. A aquel nuevo mundo, a los sonidos y los olores, a los colores, a la universidad, a la impersonalidad, y a vivir en un piso compartido con extraños, más incluso que a valerme por mí misma.
En aquella época de confusión lo conocí. Al hombre que había de cambiar el rumbo de mi vida.
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