Una ráfaga de brisa marina acarició su cabello e hizo mecerse sus sedosos mechones de un dorado tostado. A Elia le llegó su aroma: la fragancia de la colonia que usaba, fresca y afrutada, el olor de su piel, unas finas motas de polvo escapado a su maquillaje... casi pudo saborear la fresa de su lápiz de labios. La boca se le hizo agua y se detuvo, se detuvo para contemplarla, una vez más, como no había dejado de hacer en toda la noche... desde que salieran del bar.
Lena se recortaba contra la barandilla del paseo marítimo. Tras ella se abría la infinidad del océano, las estrellas danzaban desnudas sobre la superficie oscura del agua y las olas bramaban contra el maleolo antes de morir en un chapuzón de blanca espuma. Era un paisaje de ensueño, digno de protagonizar un cuento de sirenas, pero Elia solo tenía ojos para ella.
Lena.
Y su esbelta figura asomada sobre la barandilla. El viento que jugaba con su cabello y arrastraba su esencia y hacía que sus instintos más primitivos despertaran, volviéndo cada vez más difícil el controlor sus impulsos, su deseo creciente de saltar sobre ella y retenerla entre sus brazos, de hundir la nariz en su cuello y dejarse embriagar por su perfume, de recorrer y examinar cada centímetro de su cuerpo solo para asegurarse de que nada había cambiado...
Pero se contuvo... debía controlarse si no quería asustarla. Aunque para él fuera la mujer de siempre, que tan bien conocía sin importar cuantos siglos ni cuantas vidas pasaran; para ella no era sino un desconocido que había sacado a pasear una noche de verano. Desconocía el hilo que los había unido, el destino que los había enredado entre sus cuerdas y hecho caer una y otra vez... no sabía lo que significaba su encuentro, aunque algo básico en ella se sintiera atraido hacia él. Ahora Elia tenía que empezar desde el principio otra vez, volver a recorrer cada paso de su relación con ella y rezar... rezar para que esta vez fuera distinto, para que por una vez la vida les diera una oportunidad.
Si no fuera tan egoista... si su naturaleza fuera entregada y menos cruel... tal vez se hubiera rendido, la hubiera dejado marchar y se hubiera contentado con mirarla desde las sombras. Mejor aun, nunca la hubiera buscado, se hubiera dejado marchitar y así le hubiera ahorrado el peligro. Pero antes de ser vampiro había sido, una vez hacía mucho tiempo, humano y estaba en la naturaleza humana el ser egoista, esa eterna búsqueda de la felicidad tan infructifera. Pese a los años y sus pecados aún quería ser feliz. Tal vez por ello era castigado una y otra vez, porque un monstruo como él no tenía derecho a buscar la felicidad, a desearla siquiera. ¿Pero por qué tenía que ser castigada ella también? ¿Era ella parte de su eterno tormento o es que amar a un monstruo merecía semejante penitencia?
Sí, mientras contemplaba la silueta de Lena recortada contra el mar se supo egoista y cruel. Y por un instante la culpa le carcomió las entrañas.
Pero entonces, casi como si presintiera su mirada atormentada sobre ella, Lena se giró y lo miró, lo miró con la infinita inocencia de sus ojos claros. Y sonrió. Le sonrió. A él, al monstruo, como si fuera la cosa más pura y bella del mundo. Y al sonreir asomaron sus paletas un poco demasiado largas, y se formaron dos graciosos hoyuelos en el nacimientos de sus mejillas y sus ojos se entrecerraron hasta parecer dos ranuras en su cara. Y en un instante todos los pensamientos de la mente de Elia desaparecieron, se diluyeron en la claridad de aquella sonrisa. Para él la sonrisa más hermosa del mundo, tan adorable en cada detalle, desde sus dientes largos y sus ojillos cerrados al encanto de sus hoyuelos.
Y antes de darse cuenta de lo que hacía le devolvió la sonrisa. Una sonrisa sincera. Una sonrisa que era como una trampa perfecta. Y Lena, sin duda, quedó atrapada en ella.
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