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jueves, 1 de diciembre de 2011

El Club de los Corazones Rotos 7: Interludio (Marco)

Más que verlo lo sintió, el frío viento de la puerta al abrirse, remanso de una conocida borrasca de sentimientos. Era un viento frío, húmedo como las lágrimas, como el aullido que se colaba por el resquicio de una herida reciente y que tardaría en cicatrizar. En el tiempo que Marco llevaba trabajando en "El Club de los Corazones Rotos" había aprendido a reconocerlo, el gemido de un alma que llegaba perdida en busca de consuelo.

Lentamente alzó la vista de la bandeja de plata que había estado puliendo y sus ojos recorrieron el camino hasta la puerta. El corazón se le cayó a los pies al ver allí de pie al mismo fantasma del despecho. 

Era una mujer joven, no podía tener más de 20, de mediana estatura y delgada. El largo cabello castaño le caía chorreante sobre el rostro ocultando sin duda un mar de amargas lágrimas. Vestía un largo abrigo azul marino empapado por la lluvia que abrazaba su desvalido cuerpo tiritante, tembloroso, mojado, frío y dolorido. A sus pies un charco de agua comenzaba a formarse, como un pozo de penas que se extendía y amenazaba con inundar la tierra bajo sus pies, el mundo sobre el que se sostenía. Y la puerta abierta a sus espaldas aullaba con el llanto de la tormenta.

"Y es Nochebuena"-pensó con tristeza.

No es que importara mucho, en aquel club cualquier día era lo mismo y las navidades eran la época idónea para que los corazones rotos llegaran a él, algunos en busca de protección, otros huyendo del mundo. 

Marco se limpió las manos en el delantal negro, se puso de pie y se apresuró hacia ella. Llevaba el suficiente tiempo trabajando allí para reconocer aquella angustia tan profunda que hacía temblar los cimientos de la propia existencia. Era una mentira piadosa, en realidad trabaja allí precisamente porque era capaz de reconocer a aquella vieja compañera, pero siempre se le había dado bien mentirse a si mismo. Era su forma de mantener la tierra bajo sus pies en calma. Y tal vez ahora podría equilibrar la tierra de otra persona, la de aquella muchacha cuyo llanto sin voz resonaba en su conciencia como una llamada.


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